La asunción de la Virgen María por el papa Pío XII y San Juan Pablo II
Hoy, la Virgen María, sube gloriosa al cielo. Colma completamente el gozo de los ángeles y de los santos. En efecto, es ella quien, con la simple palabra de salutación, hizo exultar al niño todavía encerrado en el seno materno (Lc 1,41). ¡Cuál ha debido de ser la exultación de los ángeles y de los santos cuando han podido escuchar su voz, ver su rostro, y gozar de su bendita presencia! ¡Y para nosotros, amados hermanos, qué fiesta en su gloriosa Asunción, qué causa de alegría y qué fuente de gozo el día de hoy! La presencia de María ilumina el mundo entero tal como el cielo resplandece por la irradiación esplendorosa de la santísima Virgen. Es, pues, con todo derecho, que en los cielos resuena la acción de gracias y la alabanza.
Pero nosotros…, en la misma medida que el cielo exulta de gozo por la presencia de María ¿no es razonable que nuestro mundo de aquí abajo llore su ausencia? Pero no nos lamentamos porque no tenemos aquí abajo la ciudad permanente (Hb 13,14) sino que buscamos aquella a donde la Virgen María ha llegado hoy. Si estamos ya inscritos en el número de los habitantes de esta ciudad, es conveniente que hoy nos acordemos de ella…, compartamos su gozo, participemos de la misma alegría que goza hoy la ciudad de Dios, y que hoy cae como rocío sobre nuestra tierra. Sí, ella nos ha precedido, nuestra reina nos ha precedido y ha sido recibida con tanta gloria que nosotros, sus humildes siervos, podemos seguir a nuestra soberana con toda confianza gritando [con la Esposa del Cantar de los Cantares]: «Llévame en pos de ti: ¡Correremos tras el olor de tus perfumes!» (Ct 1,3-4). Viajeros todavía en la tierra, hemos enviado por delante a nuestra abogada…, madre de misericordia, para defender eficazmente nuestra salvación.
Pío XII
Homilía sobre la Asunción de la Virgen María por San Juan Pablo II
1. Estamos en el umbral de la casa de Zacarías, en la localidad de Ain-Karin. María llega a esta casa, llevando en sí el misterio gozoso. El misterio de un Dios que se ha hecho hombre en su seno. María llega a Isabel, persona que le es muy cercana, a quien le une un misterio análogo; llega para compartir con ella la propia alegría.
En el umbral de la casa de Zacarías le espera una bendición, que es la continuación de lo que ha oído de los labios de Gabriel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre… Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1, 42-45).
Y en ese instante, desde lo profundo de la intimidad de María, desde lo profundo de su silencio, brota ese cántico que expresa toda la verdad del gran Misterio. Es el cántico que anuncia la historia de la salvación y manifiesta el corazón de la Madre: “Mi alma engrandece al Señor…” (Lc 1, 46).
2. Hoy no nos encontramos ya en el umbral de la casa de Zacarías en Ain-Karin. Nos encontramos en el umbral de la eternidad. La vida de la Madre de Cristo ahora ya ha terminado sobre la tierra. En Ella debe cumplirse esa ley que el Apóstol Pablo proclama en su Carta a los Corintios: la ley de la muerte vencida por la resurrección de Cristo. En realidad, “Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen… Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango” (1 Cor 15, 20, 22-25). En este rango María es la primera. En efecto, ¿quién “pertenece a Cristo” más que Ella?
Y he aquí que en el momento en que se cumple en Ella la ley de la muerte, vencida por la resurrección de su Hijo, brota de nuevo del corazón de María el cántico, que es cántico de salvación y de gracia: el cántico de la asunción al cielo. La Iglesia pone de nuevo en boca de la Asunta, Madre de Dios, el “Magníficat”.
3. ¡En esta nueva verdad resuenan las siguientes palabras que un día pronunció María durante la visita a Isabel!:
“Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador…
Porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso” (Lc 1, 47-49).
Las ha hecho desde el principio. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y la aurora de la resurrección…
En realidad “ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo” (Lc 1, 49).
En este instante se cumple el último acto en la dimensión terrestre, acto que es, al mismo tiempo, el primero en la dimensión celeste. En el seno de la eternidad.
María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las generaciones, porque “su misericordia se derrama de generación en generación” (Lc 1, 50),
4. También nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor. Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos en esta maravillosa fiesta mariana.
En las palabras del “Magníficat” se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre. Son hoy su testamento espiritual. Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia vida, la historia del hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio, que me complazco en repetiros hoy: “Esté en cada uno el alma de María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en Dios; si, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo: en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios” (Exp. ev. sec. Lucam II, 26).
Y además, queridas hermanas y hermanos, ¿acaso no deberemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí? Porque lo que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo.
Las palabras de María nos dan una nueva visión de la vida. Visión de una fe perseverante y coherente. Fe que es la luz de la vida cotidiana. De esos días a veces tranquilos, pero frecuentemente tempestuosos y difíciles. Fe que, finalmente, ilumina las tinieblas de la muerte de cada uno de nosotros.
Sea esta mirada sobre la vida y la muerte el fruto de la fiesta de la Asunción.
5. Me siento feliz de poder vivir junto con vosotros, en Castelgandolfo, esta fiesta, hablando de la alegría de María y proclamando su gloria a todos a quienes les resulta querido y familiar el nombre de la Madre de Dios y de los hombres.
San Juan Pablo II
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